“Oye, Rafael,” dijo el arquitecto Bramante a su joven amigo y protegido, “¿quieres ver lo que está pintando Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? Ahora no está, se ha ido a Florencia. No hay nadie y tengo la llave.”
Rafael Sanzio o de Urbino), autorretrato, 47.5 × 33 cm (18.7 × 12.99 in) Galería Uffizi , Florencia c. 1506 (foto Wikipedia en dominio público)
Rafael era un hombre honesto, cortés. ¿Cómo iba a hacer tal cosa? Parecía casi un hurto. Pero de pronto, los frescos eran la cosa del mundo que más quería ver. Miguel Ángel llevaba meses, él solo, pintando la bóveda de la capilla y no dejaba entrar ni a las moscas. ¿Cómo serían sus pinturas? ¿Tendrían la fuerza y originalidad de sus estatuas de mármol? “No sé si deberíamos.”
“Vamos,” dijo Bramante, “nadie se va a enterar. Miguel Ángel es un escultor competente, no digo que no, pero sabemos que pintor, no es. Cuando veas sus garabatos, te vas a reir. El pintor eres tú. El Papa tenía que haberte encargado el techo, no a él.”
Cogió la llave y salió andando hacia la capilla. Rafael le siguió. “¿Estás seguro de que nadie nos va a ver?” Bramante, como si no le escuchara.
Entran en la capilla
El andamio de Miguel Ángel llenaba la capilla. “Ve con cuidado,” dijo Bramante a su amigo, enseñándole el camino por entre el bosque de tablones. Tan pronto como pudo, Rafael miró hacia arriba. Lo que vio le atravesó como un rayo, no le salió ni una palabra. Bramante tampoco habló. Fue a coger la escalera que se encontraba en el suelo junto a la pared, la levantó, colocándola en el primero de los travesaños del andamio, y comenzó a escalar. Rafael le siguió como en un sueño. Ya no vacilaba. Tenía que ver aquellas imágenes que parecían brillar en lo alto del techo.
Algo así le había ocurrido hacía años. Fue cuando se encontró por primera vez con una pintura de Leonardo da Vinci. Inmediatamente supo que ese hombre era superior, que tenía algo—una originalidad casi divina—de la que él carecía y que jamás tendría. Aquel descubrimiento le hizo cambiar su manera de pintar. Ahora, en unos segundos, iba a pasar lo mismo. No le provocaría celos; sólo quería aprender y captar algo de esa fuerza para sus propias pinturas.
Miguel Ángel vuelve
Miguel Ángel Buonarroti, una estatua de la fachada de la Gallería Uffizi, Florencia (foto Wikipedia en dominio público)
Cuando Miguel Ángel volvió de Florencia unos días más tarde notó en seguida que alguien había estado en la capilla. La escalera no estaba donde la había dejado. Y había otras señales. “Sólo Bramante tiene la llave,” pensó, y le entró un odio más grande que nunca. Sin embargo, no se imaginó que Bramante y Rafael habían estado allí varias veces y que Rafael incluso había hecho estudios de algunas de las figuras del techo. Y no fue hasta algún año más tarde, cuando el sacristán de la iglesia de San Agostino le enseñaba el Isaías pintado por Rafael, que Miguel Ángel cayó en la cuenta. “Este Isaias se parece un poco al suyo,” dijo el sacristán, “verdad?”
“Cierto,” dijo Miguel Ángel, “muchísimo.” Y , después de un momento: “Una pregunta: ¿cuándo se pintó?”
“Más o menos cuando Vd., la capilla del Papa.”
De hecho, tan impresionado quedó Rafael con lo que vio, que cambió la figura de Isaías que en ese momento pintaba en la iglesia de San Agostino y la hizo así de miguelangelesca:
El Profeta Isaías. Rafael Sanzio, 1511-1512. Fresco en San Agostino, Roma (foto Wikipedia en dominio público)
Compárala con el Isaías de Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina:
El profeta Isaías de Miguel Ángel Buonarroti en la bóveda de la Capilla Sixtina (foto Wikipedia en dominio público)
Miguel Ángel nunca perdonó a Bramante y a Rafael. Había trabajado durante meses con las puertas de la capilla bien cerradas. Se enfadaba hasta con las visitas del Papa Julio, que entraba sin aviso. Ahora lo que guardaba como un secreto, su increíble labor en la capilla, que incluía todo su difícil aprendizaje en la pintura al fresco, estaba en posesión de sus enemigos.
Presunto retrato de Donato Bramante (foto CC.AA. de Sailko)
“Estaba convencido, y con razón,” escribió su biógrafo y amigo Vasari, “que Bramante le había injuriado así con el fin de beneficiar a su amigo Rafael en su reputación como pintor.” Hasta el final de su vida, Miguel Ángel puso mala cara siempre que en su presencia alababan a Rafael. “Todo lo que sabía, lo aprendió de mí,” decia.
Quizá Rafael debía haber rechazado la invitación de Bramante de entrar a hurtadillas en la Capilla Sixtina para ver el techo secreto. Pero la visita fue uno de los acontecimientos más importantes de su carrera. Pocos hubieran sacado tanto provecho de una visita a la Capilla, antes o después de su inauguración. El mismo Vasari, quien mientras estaba con Miguel Ángel le compadecía, no puso un gesto de desaprobación cuando otros hablaban de Rafael. Le admiraba, y no menos por imitar a Miguel Ángel y a otros.
Lo que dice Vasari
Rafael amó tanto su arte, decía, que siempre intentó mejorarlo. Incluso cuando ya había ganado renombre como un joven maestro y bien podía haber seguido pintando en el estilo que había aprendido de joven con Perugino, se lanzó a experimentar con los estilos de otros que consideraba sus superiores, y así se enfrentaba al enorme riesgo del fracaso y la decepción de sus admiradores. Pocos artistas habrían hecho lo mismo. Cuando vio las figuras de Miguel Ángel, se dio cuenta de una deficiencia en las suyas e inmediatamente se puso a estudiar el desnudo. “Lo que Rafael había visto de las pinturas de Miguel Ángel le ayudó a dar a su propio estilo más majestuosidad y grandeza….Sin embargo, Rafael se dio cuenta de que nunca iba a poder igualar los logros de Miguel Ángel, y por tanto, como el hombre sensato que era, decidió emular y tal vez ganarle en otros terrenos. Decidió no perder su tiempo imitando su estilo, sino en lograr una excelencia general en los otros campos de la pintura.”
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