Niño riendo asomado a una ventana, hacia 1675, óleo sobre lienzo, 52 x 38 cm, Londres, National Gallery (foto Wikipedia en dominio público)
Murillo nació sólo dieciocho años más tarde que Velázquez y en la misma ciudad, Sevilla. Crecieron en las mismas calles. Conocían a muchas de las mismas personas. Pero sus pinturas, su estilo, tienen poco en común.
Velázquez mantiene una distancia de sus modelos, sean personas, sean cosas. Puede que retrate un grupo de juergistas como en Los borrachos pero no se une a ellos, ni siquiera sonrie. Tampoco se esfuerza en complacer al espectador. Su estilo es intelectual, no sentimental. Miras al viejo bribón llamado Menipo y piensas en la condición humana.
Murillo, en cambio, convierte sus cacharros de barro en objetos amigables y sus gentes en familiares. Las Vírgenes y Magdalenas podrían todas ser sus hijas. Le gusta la gente y se ve. Quiere a los niños. Velázquez pinta un pícaro y lo contemplas casi con morbo. Murillo enseña un Lazarillo despulgándose y quieres llevarlo a casa a limpiarlo y darle de comer.
Virgen del rosario de Bartolomé Esteban Murillo, 1650 – 1655 (166 cm × 112 cm) Museo del Prado, Madrid (foto Wikipedia en dominio público)
Murillo era en hombre sencillo, con el corazón abierto, y su dulzura no era ningun artificio. Es verdad que a veces se le iba de la mano, pero no muy lejos, y no aquí. De acuerdo, Murillo pensaba en Caravaggio y sus pinturas claroscuras. Pero aquel Caravaggio frío nunca podría haber ideado temas tan encantadores como el de este Niño juguetón que camina sobre el regazo de su madre. No se le hubiera ocurrido nunca juntar sus mejillas así, ni darles esa mirada de bienvenida y curiosidad que envían al espectador. Caravaggio otorgaba a sus figuras una importancia dramática pero jamás tal humanidad calurosa.
Y solo Bartolomé Murillo fue agraciado con el poder de inventar estos colores esplendorosos.
Bodas de Caná de Murillo de Bartolomé Murillo, c. 1675 (179cm X 235cm) Barber Institute of Birmingham (foto Wikipedia en dominio público)
Murillo enseña la manera en que más de veinte invitados reaccionan a la noticia de que el vino se ha acabado.
La historia está en el Nuevo Testamento (Juan 2, 1-12). Se trata del primer milagro de Cristo.
Jesús es uno de los invitados a un banquete nupcial, junto con su madre. A media cena ya no quedaba vino; y al darse cuenta María, sintiéndo la humillación de los anfitriones, pide a su Hijo que haga algo por ellos. Aunque al principio Cristo no quiere actuar, cede a la petición de su madre. Dice a los sirvientes que llenen de agua las tinajas, que después saquen una muestra, y que la lleven al maestresala para que la pruebe. Tan pronto como la saborea, el maestresala, ignorando su procedencia, congratula al novio: “Vd. ha guardado hasta ahora el mejor vino.” Cristo había convertido el agua en vino.
Parece que Murillo entendía que no fue el novio quien organizó y pagó el banquete, sino el padre de la novia, como es tradición en muchas partes. Por ello, aquí los humillados son la novia y sus familiares.
La noticia de que ya no queda vino ha llegado a todos.
Algunos camareros echan una mirada de curiosidad a los comensales a ver qué van a hacer.
La novia está avergonzada; su padre, mortificado. Su madre mira para otra parte: si pudiese, volaría al Caribe.
El novio sufre al ver el gran disgusto de su querida. Su padre consulta con un criado; tal vez esté ofreciendo vino del suyo. Parece más acomodado que los padres de la novia.
El camarero mayor muestra duda al escuchar la orden de Cristo. El joven criado negro o esclavo (a veces la diferencia era pequeña) espera la confirmación de su jefe.
Los ojos de María están puestos en su Hijo.
Un perrito espera que Cristo le eche comida.
La pintura está repleta de curiosos y hermosos detalles, tales como el pastel de boda, la gran fuente que el camarero levanta por encima de las cabezas de los comensales, el mantel con un faisán chino.
Las columnas y los vestidos de algunos comensales recuerdan los cuadros de Paolo Veronese. Como su Venecia, Sevilla era uno de los puertos más importantes del mundo, con un continuo ir y venir de barcos cargados de ricas y exóticas mercancías. La pintura gigante de Veronese de este mismo tema, actualmente en el Museo de Louvre, es una recreación del esplendor de una fiesta renacentista, con más de cien comensales y sirvientes; pero no es una buena ilustración del evento bíblico.
Las bodas de Caná de Paolo Veronese (foto Wikimedia en dominio público)
Murillo ha creado una reunión mucho más modesta e íntima. Enseña el comportamiento de cada uno de los invitados principales y así consigue unirlos en el momento de mayor tensión.
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